EL LADRÓN OLÍMPICO

Harry Prieste era un clavadista estadounidense que, además de ser muy bueno en lo suyo, manejaba un nivel de locura poco común. Y en Amberes 1920 quedó demostrado: sin que la seguridad se percate, se trepó al mástil y se robó la primera bandera olímpica de la historia. Todo para ganar una apuesta con su amigo y compinche Duke Kahanamoku.

El 12 de septiembre se había llevado a cabo la ceremonia de clausura, en la que se daba por finalizada la competencia. Él, lógicamente, ya había competido. Y de gran manera además: finalizó tercero y se quedó con la de bronce. Su amigo, Kahanamoku, también había hecho lo suyo: fue el mejor en los 100 metros libres y en los 4×200 metros libres con relevos.

Ambos tenían sus medallas, pero eso no era todo para ellos en Amberes: aún quedaba una cuenta pendiente…

Horas antes, en plena ceremonia, el clavadista se había quedado enamorado de la bandera: “Aquella tarde alcé la mirada y la vi ondear en el cielo muy azul. Tiene que ser mía, pensé”. Pero ese deseo no era lo suficientemente fuerte como para impulsarlo a tomar la decisión que finalmente tomó. Necesitaba otro incentivo, y lo encontraría en su amigo.

Prieste y Kahanamoku eran los típicos jodones. Vivían haciéndose bromas y haciendo reír al resto. Se divertían en todo momento y se ponían a prueba constantemente. Pero, sin dudas, la apuesta más difícil y arriesgada la propuso Duke: mientras miraban como se flameaba la preciosa bandera olímpica, creada en 1914 e inaugurada recién en 1920, este soltó un “a que no sos capaz de robarla”. Efectivamente, era el incentivo que necesitaba.

Pero para poder realizar la travesura y quedarse con los dólares en juego, tenía que esperar a que sea de noche y no haya tantas personas. Es por esto que, tranquilo, sin dar indicios, dejó que el tiempo corra y una vez a oscuras inició, junto con Kahanamoku, su locura.

Lentamente, sin que nadie se percate, fueron testeando la situación y planeando el robo. Una vez convencidos, tomaron coraje y saltaron las rejas del Estadio Olímpico. Estaban dentro sin que nadie lo sepa. El primer paso estaba OK. Pero les faltaba lo más importante, ir a por la bandera.

Escabulléndose y relojeando constantemente hacia sus alrededores, lograron llegar al mástil. En lo más alto de este descansaba el objetivo. Fueron 5 metros los que tenía que trepar Prieste para superar la prueba puesta por su amigo. Y los trepó.

Ya con la bandera en mano, solo les quedaba huir. Aunque no lentamente como habían ingresado, porque unos policías se percataron de su presencia y fueron hacia ellos. “Los policías no eran atletas olímpicos, nosotros sí”, dijo Harry años después. Y sí, tiene razón. Más aún si decimos que lograron escaparse.

La primera bandera olímpica de la historia había sido robada. Y todo por una apuesta entre amigos, a los cuales nadie había identificado, ya que las seguridades del predio no les vieron las caras.

El barón Pierre de Coubertin, presidente del COI en ese momento, se indignó. Los competidores se sorprendieron. Y Kahanamoku, por su parte, perdió unos cuantos dólares.

Esta desaparición fue toda una incógnita hasta que, en 1997, el mismo Harry Prieste, a sus 103 años, admitió que él había sido el culpable. Incluso dio detalles del robo y dijo tenerla aún en su casa.

Harry Prieste devolviendo la bandera.

Finalmente, en la Sesión nº 111 del Comité Olímpico Internacional decidió devolver la bandera, que inmediatamente fue llevada al Museo Olímpico de Lausana. Lo curioso es que el último atleta presente en Amberes 1920 en fallecer fue el mismísimo Prieste, que vivió hasta los 105 años. La vida le dio tiempo para que se disculpe.

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